*Publicado en el periódico Página Siete.
Tarde invernal de cielo nublado:
preludios de nevisca.
Regina Portocarrero Tamayo tiene conmigo
un lazo de amistad. El café “Ciudad”, que está ubicado en el centro de la urbe
que amo, la cuidad del Illimani, exactamente en la plaza cuyo nombre hace
memoria al poeta americano, es nuestro punto de encuentro cada vez que nos
vemos. La última entrevista que tuve con ella fue en el aniversario de la fundación
de la ciudad de Tarija, el 4 de julio. Mientras nos saludábamos iba sacando de
su cartera una bolsa, y de ésta fue entregándome joyas en polvo, más bien dicho
en papel: tres libros y una cajita de terciopelo morado. El primer libro que
extrajo eran los Epigramas Griegos,
en su primera edición de 1945; el segundo, La
Prometheida o las Oceánides, la genial tragedia lírica, en su segunda
edición de 1948; el tercero, La Gota en
el Río, bello poemario de una trovadora en cuya primera página reza una dedicatoria
a Franz Tamayo. Por último quedaba la cajita de terciopelo múrice. La abro. En
su interior descansaba una cruz que, según Regina, Tamayo llevaba en su pecho;
la crucecita tiene color áureo intenso y en las puntas tiene piedrecitas de
varios colores; “ha sido traída de Francia”, me dice la nieta. ¿Cómo detallar
mi reacción de esos instantes…?
Estas reliquias ahora están en el escondrijo
más recóndito del gabinete de estudio de mi casa. Y prometo ponerlas en una
vítrea urna para que estén celadas de todo peligro externo. En virtud de esto,
quiero hacer pública mi gratitud a la señora Regina, nieta del mítico vate.
Nuestra amistad data de 2014, cuando la universidad ya me iba hartando con
lecturas de Abovián, Babeuf y Mesiler, en el a veces árido campo de la Ciencia
Política, y con ensayos de Kissinger, en el de las Relaciones Internacionales. Tamayo
es mi maestro. En diciembre de 2015 lancé mi primer poemario y casi todo mi
credo y teoría artísticos los he aprendido de él. Cautívame el artista, el
político, el diplomático, el músico. El seguidor de Cristo… Estudio la
literatura americana, geográficamente desde Faulkner hasta Neruda, y sigo sin hallar
elevación semejante. Nadie supera la aristocracia lingüística del vate andino. La
música y la literatura están en mi entraña desde que yo era chiquillo imberbe;
desde esos días he quedado pasmado con la obra del solfista genial, porque
Tamayo es también eximio músico. A los quince años leí las Odas, y quedé atónito frente al torrente cultural que desbordaba el
verso floreciente; quedé turulato merced al océano de erudición y saber que me
empachó cuando leí La Prometheida, a
los dieciocho.
Tamayo es muy poco estudiado para ser tan
colosal ingenio. Su poesía excede los lindes del entendimiento humano promedio.
Su lírica enseña, anuncia, ilumina. Desconcierta su belleza. Nunca creó para la
crítica. No pulsó jamás su lira olímpica para el alarde o la estupefacción. No asió
sus buriles de escultura de versificación castellana – ¿o griega, o latina?- en
pos de reconocimiento encomiástico. Parecería que el hierático bardo hubiese
grabado con los cinceles de Praxíteles en su alma marmórea la profecía de docto
Goethe: “La recompensa del ruiseñor que canta es su propio canto”. Su hurañía
era orgullo y gloria en vida. A pesar de todo, como bien anticipó Fernando Diez
de Medina, “día llegará en que se haga justicia al varón extraordinario”, y el
que escribe estas líneas se compromete a hacer esa justicia. Hasta que arribe
el día ése, su silencio es más que el mar que canta.
Ignacio Vera Rada es poeta, dibujante, activista político y estudiante
de Ciencias Políticas, Historia y Comunicación.
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