miércoles, 2 de mayo de 2018

NOCHEBUENA EN SALAMANCA (Cuento)


Publicado en la revista Historia, Arte y Cultura; Año 1, N. 4, octubre-noviembre de 2017, dirigida por José Alberto Diez de Medina..

Por Ignacio Vera de Rada

Distinguido lector:
      No se niegue a leer esta historia. Únicamente después de haberlo hecho, decidirá si mereció o no la pena la lectura.
      — ¡Ah, cuando pienso en ti, Werther, los huecos de mi corazón se hacen más hondos y los gritos de mi alma estrepitosos!
      Así mustió Jacob sus últimas palabras del día, al término de una fatigadora jornada, en su habitación, solo, a las seis de la tarde, rendido y tendido en una cama mientras estaba por terminar de leer por séptima vez Los sufrimientos del joven Werther, habiendo con ello alcanzado el récord de Napoleón Bonaparte. Cada vez que sus ojos leían el nombre de Lotte, su corazón latía con más fuerza y leía el de otra persona. Era una analogía y una semejanza que a veces llegaban a inquietarle y asustarle de una forma espantosa, como lo hace la persecución de un demonio a un inmaculado. Se sentía tan identificado con aquella historia patética, con esa lecturita episódica de un joven ridículo como él, que por momentos quería deshacer y tirar el libro por la ventana para que se mojase con la fría nieve de diciembre. Afuera, en efecto, nevaba como pocas veces había nevado en la Península. Los pequeñísimos cristales de hielo imprimían en el ambiente una suerte de pincelada melancólica y, como no podía ser de otra manera, inspiraban algo de nostalgia al alma del lector del Werther. Esa lectura era una de su preferidas, porque para él Goethe era grande, Goethe era el mundo. Goethe era el desenfreno de la misma naturaleza de la vida.
      La veía frente a sus ojos día y noche. Y es que en verdad no había podido quitarse de la mente esos ojitos saltones que se hallaban detrás de esos anteojos de pocas dioptrías y que hubo de ver tan pocas veces en su vida. Era algo difícil de entender aun para él mismo, hombre tan imaginativo y crédulo como era, porque solamente un alma extraña y misteriosa como era la de Jacob hubiera podido guardar un cariño tan inmenso y tan intenso a una mujer que, habiéndola conocido casi solo por un saludo fortuito, nunca le mirara a los ojos ni le sonriera jamás. Es más, se puede decir que le había conocido más por fotografías y mensajes que por su misma presencia física y su voluptuosidad de jovencita de veintitrés inviernos. (¡Quién pudo jamás comprender el corazón de un hombre sensible!).
      Se habían mandado unas cuantas cartas, y en ellas Jacob había vertido toda su inspiración de poeta, como para impresionar al alma femenil con toda la fuerza de la belleza literaria. Ese epistolario era para él como una joya, y se había vuelto como un objeto de morbosa reverencia, sobre todo en sus momentos de mayor alegría.
      Las habitaciones vacías siempre tienen o esparcen dentro de sí mismas una solemnidad infinita; son como los crepúsculos que se ven en el confín del piélago. Después de leer por séptima vez la escena del cortejo fúnebre del triste Werther, nuestro cándido joven guardó en su mesa de noche la novelita de amor desventurado que le había puesto un poco triste y pensativo, fue caminando en la oscuridad —porque ya eran las ocho— a tientas y con los ojos a medio cerrarse, se sentó en su mesa de trabajo desafinando al letargo y la somnolencia, encendió un candil y, como su habitación solamente estaba habitada por un alma inmensa y sensible como era la suya, púsose a escribir versos y a dibujar el rostro de la niña. La maravilla de lo que los escritores llaman inspiración estaba derramada en raudales sobre su estro y el tesoro de lo que los pintores llaman técnica se había agolpado en sus dedos en esos instantes en que comenzó a recordarla con más fuerza que en ningún otro momento de los últimos días, porque en ese santiamén, como un relámpago, veía todo alejarse en el tiempo, como si éste estuviese corriendo con patas de avestruz, y lo que la humanidad sensitiva llama recuerdo es a veces el mejor autor de aforismos y versos.
      La noche de denodada escritura y la melancolía sumieron a nuestro joven escritor en el sueño más profundo. Se durmió con la cabeza apoyada en la mesa y con el candil encendido a su lado.
      Jacob era una especie de alma romántica e hipocondríaca. Espíritu de otros tiempos, personalidad triste y taciturna y corrompida por el romanticismo alemán y francés y por las anacrónicas lecturas de Píndaro y de Horacio, no había razón alguna para creer que pudiese ser comprendido ni aceptado por la sociedad moderna de principios de siglo. Era un estudiante de latín en España, y hubiera dado todo el oro del mundo, incluso su epistolario que, como tenemos dicho, era para él como un joyel, con tal de hallar en el planeta un clasicista con quien poder tertuliar horas y horas.
      Pero ¿quién era Ella, de quien poco o nada se ha dicho hasta aquí? Su nombre era Montserrat y estudiaba Psicología en una de las universidades más antiguas del mundo, la de Salamanca, que estaba a punto de cumplir setecientos años, en las Escuelas Mayores. Montserrat era una de esas muchachas orgullosas y carismáticas que quieren atraer donceles inocentes por montones, mas sin inspirarles demasiada confianza. Amaba el teatro e iba allí —sola o acompañada— siempre que podía para ver las obras de Lope. Jacob se entusiasmaba con la ópera, pero si se enteraba de que ella iría al teatro en un día de ópera, echaba todo plan por tierra para ir a verle y acompañarle hasta su casa.
      Su rutina no variaba mucho; cada noche se desvelaba junto a su candil escribiendo baladas y traduciendo églogas de Virgilio. Componía también poemas líricos para la Navidad, que en realidad eran como elegías destinadas a la lamentación de la pasión de Cristo, ocurrida hacía mil ochocientos ochenta y cuatro años. Llevaba consigo siempre un rosario que le otorgaba una seguridad que era en realidad más psicológica que útil, y fumaba en pipa mucho, sobre todo cuando se imaginaba siendo un gran latinista con una familia conformada y al lado de la muchacha que en ese momento tenía solo veintitrés.
      Ambos se encontraban en el atrio principal de las Escuelas Mayores, siempre, a las nueve y cuarto de la mañana, cuando el sol ya lanzaba todo su fulgor sobre la cuidad salamantina.
      —Hola. Tenga muy buenos días.
      —Hola. Usted también.
      Y no sucedía mucho más. Ni siquiera podía auscultar a la beldad con su mirada penetrante de joven que ama —además de la claridad del espíritu— la cualidad de las voluptuosidades femeninas, porque ella iba a sus clases siempre con una bufanda lila que le cubría gran parte del rostro y el seno como una especie de burka que le privaba de sus bellezas.
      Cada día la veía más inalcanzable y misteriosa, más lejana, y por eso se abandonaba con resignación al pensamiento de lo inefable e inalcanzable, para traducir su deseo en realidad solamente en la imaginación, casi en el surrealismo, y esto le hacía sentirse inmortal y feliz. Un hombre que quiere algo casi imposible, no hace sino verse teniendo ese algo con todas sus fuerzas pero en una realidad onírica. Y Jacob había aprendido muy bien la técnica del vuelo imaginativo y soñador para verse dueño de lo que más deseaba.
      ¿Escribirle una oda, una pieza del lirismo más irracional? «De poco serviría», le dijeron. «Montserrat sabe de su belleza, y eso mismo le hace inalcanzable aun para el embeleso del arte. A su corazón no se llega sino con demasiado esfuerzo».
      Pasó varios días haciendo como si la tuviese en frene suyo, queriéndola. Dejó a un lado los libros de latín y filología. Se olvidó de toda la tensión cotidiana y de los problemas de siempre. Frecuentó bares y cafés de todos los tipos y niveles. Se entregó con arrojo a la composición de todo tipo de poemas y compartió sus creaciones con amigos ocasionales que conocía en las noches de cenáculo. Un día de diciembre emprendió un corto viaje por casi todo el Reino de España, y conoció Málaga, Granada, Murcia, Valladolid y León. Sus fuerzas no le dejaron llegar a la gran Madrid.
      Conoció en Murcia a un hombre más o menos enigmático y medio sabio, de unos sesenta años, flaco, de aspecto sombrío pero con una voz suave y hasta melodiosa. En el atrio de la Catedral de Santa María, mientras el viejo señor de más o menos seis décadas veía el trajinar de las personas y el vuelo desordenado de los pájaros, se produjo la siguiente conversación que no sabemos cómo comenzó ni cómo terminó, pero que transcribimos aquí con la mayor fidelidad posible:
      —Si hacéis algo por una dama, hijos míos, no lo hagáis por deseo irracional —dijo con la mirada un poco perdida—. La vida es inservible sin el afecto de una dama, pero los más altos caminos de un hombre quizá no tengan que ver con la feminidad ni con el amor de pareja. No ha vivido quien no ha derramado una lágrima de sangre por una mujer, pero la vida que carece de sentido es la que no ha visto el desarrollo del espíritu en todas sus formas. La nobleza y la amistad son, por ejemplo, dos de estas formas.
      «Yo he corrido casi todas las geografías de la vida. He triunfado en algunas cosas y he caído en otras, pero siempre tuve la sensatez suficiente para no verme perdido en una pasión desenfrenada. El amor apasionado no es sino una de las manifestaciones de la locura. ¡Es tan difícil saber cómo llevar un equilibro aunque sea relativo! Uno de los hombres más sabios de todos los tiempos, Platón, decía que el amor es algo inmanente a la vida humana. Científicos como Newton y artistas como Leonardo se desarraigaron de la vida afectiva para entregarse a una vida solitariamente gloriosa. Pero lo cierto es que, querido niño, cada uno debe saber hacer su biografía, y ésta debe ser auténtica y una verdadera obra de arte. No pierdas tu tiempo ni un solo minuto, pero no te dejes llevar desenfrenadamente por el demonio del estudio, ya que cuando éste es exagerado se vuelve como una celda; y que no te arrebate la ligereza de una mirada femenina, porque cuando ésta es hermosa y cautivadora, aprisiona tanto como aquélla. Encuentra en todo orden la mediocridad áurea que pregonaba el gran latino.
      «Quizá eso, el encontrarse uno mismo, el hallar una vida que contenga al mismo tiempo creatividad, estudio y amor, sea lo más difícil y lo más bello e importante, quizá más importante incluso que las mismas creaciones, estudios y relaciones que florecen en el camino. Todo esto constituye el llegar a ser lo que uno es.
      «Sal con ella, invítale a comer o a beber una copa de vino. Mírale a los ojos y que tu corazón escrute sus pensamientos. No sea que, aunque bella por fuera, no tenga un alma bondadosa y digna de un muchacho como tú. Y siempre recuerda que a tu edad las cosas que parece que terminan recién están comenzando a prosperar en serio. La vida es un juego de espejos, y solo gana en ella quien sabe distinguir los perfiles con precisión.
      «Hay, sí, un vacío en tu corazón que hasta ahora no ha colmado nada ni nadie. Hay un punto en que las novelas, los poemas y la filosofía no pueden llenar ese resquicio, aunque antes nos parecía que aquéllos lo eran todo. Yo, ahora que lo pienso, tuve una vida muy similar a la tuya, niño. Y veme aquí, tan íntegro de mente, alma y cuerpo…
      Llegado a este punto, el muchacho interrumpió para decirle:
      —¿Qué debo hacer con este sentimiento?
      —Ten el valor de decirle lo que piensas. Y ten en cuenta todo lo que te he dicho.
      Y el hombre de aproximadamente sesenta años, habiendo dicho esta última sentencia de manera categórica, fue alejándose sin despedirse. Soplaba un viento frío sobre Murcia.
      Volvió Jacob a Salamanca, y las nevadas habían cesado. Encontró todo lleno de adornos y las calles se engalanaban con faroles que alumbraban con una luz más o menos tenue, como luciérnagas. Había por los callejones varios arbolitos de Navidad y pesebres malhechos pero que le daban al ambiente un sentimentalismo supremo. La idea de la locura y de volverse loco no le dejaba respirar con tranquilidad. «El amor apasionado no es sino una de las manifestaciones de la locura». Esa frase del hombre murciano se le había quedado guardada en la mente. Fumaba su pipa como si fuese el último día para fumar, y parecía que la locura tocase las puertas de su mente. Esa noche no pudo hacer nada sino pensar en su cama, dándose la vuelta en ella de un lado al otro como cien veces.
      A la mañana siguiente fue al atrio de la Universidad, y a las nueve y cuarto Ella estaba ahí nuevamente. Lucía más delicada y sensual porque no llevaba bufanda. Jacob se acercó y le dio un beso en la oreja y le susurró su invitación.
      —Déjeme, amable señorita, llevarle a tomar un café mañana.
      —Tendrá que ser en la mañana, talvez muy de madrugada, porque en la tarde parto para Extremadura. Pasaré allí la Navidad.
      Era el 24 y la nevada se precipitaba intensa. Salieron mucho antes del amanecer y disfrutaron de una bellísima luna. Pasearon debajo de altos tilos y en medio de la arquitectura solemne y antiquísima. Brillaba el disco plateado en el cielo y el paseo con tan clara y esplendida noche resultó ameno y atractivo. Habían sido los mejores instantes que pasara desde su establecimiento en España. Y esa caminata había sido más poesía que los versos más perfectos de sus autores predilectos.
      A las doce del día, después de haberse conocido ya mejor, Jacob acompañó a Montserrat a la estación para que tomase el tren. Ahí esperaba un hombre bien parecido y de muy buen trato. Tomó la mano enguantada de la dama y se la besó. Quitóse su abrigo negro y púsoselo en la espalda de su amada. Luego se quitó el sombrero y le dijo a Jacob:
      —Buen hombre, gracias por haberla traído hasta aquí. Soy Ángel López, y es un gusto conocerlo.
      Todo cambió para nuestro joven desde ese instante. Fue el momento de la desilusión multiplicada por cada latido que su corazón había dado por la ilusión de los últimos días. La historia de Wetzlar, el clavario pasional del joven Werther era su propia historia. En Ángel López se reencarnaba Albert Kestner, el amable y solícito Kestner era López. Comenzó a sonar la silbatina del tren y el vagón estaba pronto a partir; entonces la pareja subió y el armatoste comenzó a moverse y a alejarse poco a poco.
      Fuese Jacob de la estación meditabundo y cariacontecido. Sonaban en sus oídos las palabras que le dijera la muchacha al oído pocos minutos antes de marcharse, palabras que el narrador de esta historia ignora. Faltaban solamente unas horas para que llegase la Navidad, y nuestro héroe, en su soledad, comenzaba a verse en el reino sombrío de la locura del que le hablara el sesentón de Murcia, hacía tan poco tiempo. Llegó a su habitación y se sintió demasiado solo como para que algo de alegría hubiera en su interior. No podría hacer nada sino recordar. Púsose a escribir una poesía, y, a medida que escribía, sus versos iban siendo cada vez más desordenados e ininteligibles. Quizá había llegado a amar demasiado; nunca se supo nada con demasiada certeza.
      Desde esa Nochebuena, nadie en España se atreve a reírse de un joven vehemente y prendado.

miércoles, 28 de febrero de 2018

TERESA GISBERT CARBONELL


*Publicado en el periódico El Diario el 27 de febrero de 2018

Nunca la pude conocer en persona, lo que lamento, solo pude tener dos aproximaciones a la personalidad y la obra intelectual de Teresa Gisbert —a través de otras personas— que hicieron que tenga el reconocimiento que ahora le tengo a la mujer intelectual.
El primer acercamiento se dio cuando mi padre me habló por primera vez de ella. Augusto Vera Riveros fue asesor jurídico de Teresa Gisbert cuando ésta era directora del Instituto Boliviano de Cultura y aquél un abogado novel que hacía sus primeras armas en el ejercicio del Derecho. Siempre, desde que fui interesándome en serio por la historia y la cultura de este país, me hablaba de la jefa que había tenido por algunos años en esos primeros tiempos de trabajo como abogado; de esa investigadora activa, de esa mujer curiosa por todo, solícita, nerviosa al hablar, inteligente, memoriona, lúcida como pocas y a veces histérica.
La segunda aproximación que tuve, esta vez hacia su obra, fue cuando yo era estudiante de Carlos D. Mesa Gisbert en una materia de historia, en la Universidad Católica Boliviana “San Pablo” de La Paz. Recuerdo que en esas intensas clases se debía debatir, con todo el aire de los pulmones y casi todos los días, sobre el mestizaje, sobre la aculturación española e ibérica a los nativos nuestros, sobre la identidad y el sincretismo religioso y finalmente sobre los hechos de la historia charquina que hicieron de crisol para fundir el alma que ahora llevamos dentro de nosotros. Frecuentaba, en consecuencia, a Todorov y sus agudas reflexiones sobre la identidad y la conquista de América; me metía en el difícil y testarudo debate de Tamayo y Arguedas, sin poder sacar ninguna conclusión demasiado terminante; hojeaba las páginas de Galeano para comprender un poco más cabalmente la realidad latinoamericana, pero en ninguno de esos libros o autores, ni siquiera, repito, en las páginas de Pueblo Enfermo ni en las de la Pedagogía, que son como el clasicismo de la sociología boliviana, pude distinguir con mucha claridad el espíritu mestizo —indio e ibérico fundidos con todo el odio y el amor posibles— que se aposenta en el corazón de un boliviano sino en los libros de aquella indagadora que por cosas de la vida dejó la arquitectura en un segundo plano. La pluma de Gisbert, pues, ha escrito y descrito, con excelsitud y rigor académicos, la nacionalidad boliviana desde la perspectiva de la historia y el arte.
Otro día, trabajando ya como auxiliar de cátedra de Mesa en la misma Universidad, pude hablar con éste de la obra que Gisbert había producido para la representación gráfica del libro Literatura Boliviana, de Enrique Finot, en la edición de 1964.
El Paraíso de los Pájaros Parlantes: La imagen del otro en la cultura andina es, sin duda alguna, su mejor obra, o una obra maestra. Es una clave para entender el entresijo de la nación boliviana desde su espíritu, nacionalidad que existe, ciertamente, porque quien niega esta nación, construida sobre los pilares del sincretismo social, es un ciego o un pesimista. ¿Historia, ensayo sociológico, estudio y crítica del arte? —Yo creo que todos esos géneros reunidos en un solo libro. Una obra cíclica porque afronta consideraciones sobre arte medieval, renacentista, indio, clásico y colonial. Y esos extranjeros colonizadores, a su vez, ¿cuánto bebieron de los árabes, judíos o negros? Gisbert abrió, con su Paraíso, una dimensión en la que las posibilidades de que coexistan varias culturas en una sola son muchas. Entendió a cabalidad la compleja y enmarañada sociedad de las Indias, y puso en la realidad la utopía de la convivencia de varias sangres.
Y eso es ya suficiente para enaltecer una vida y dejar en un país un legado que no muere.

Ignacio Vera-Rada

miércoles, 29 de noviembre de 2017

¡EL MAYOR CRIMEN!

Tristes son los momentos.

Hoy han ganado nuevamente los estultos, como diría algún latino. Un hombre inteligente que quiera llegar a los primeros puestos, últimamente tiene que pasar por tan largos y humillantes recodos que, cuando llega —si llega— no trabaja bien porque no es corrupto ni tiene el corazón podrido como el de sus dirigentes.

Es preciso pensar en todo, y hay que cambiar los destinos de la nación boliviana, hoy disgregada y como resquebrajándose día a día. Este día, sin llegar a exagerar, es uno de los más trágicos y más imbéciles de la historia de este pobre Estado. Se ha cometido el peor crimen contra la dignidad de los bolivianos, y todo por la necedad mezclada con injuria que retoza en el alma de quienes algún día tuvieron la confianza de la mayor parte de la sociedad.

Proclamemos el derecho que tienen los pueblos al tiranicidio, a la aniquilación de los déspotas que no permiten el progreso ni material ni espiritual de los pueblos que gobiernan. (Estoy escribiendo esto sin corregir y como en un estado de perplejidad, sin ideas claras y con el corazón en la cabeza). El Derecho está del lado de los oprimidos; el espíritu de las leyes, que ciertamente no está impresa en el panfleto político que hoy lleva el título de Constitución ni en las leyes que en el seno de la Asamblea se promulgan como si fuesen frases de feria, ese espíritu, digo, debe amparar el derecho de eliminar a los autócratas que se visten con himationes de la mejor seda.

¡Cómo quisiera que Bolivia hubiese sido bien conducida por sus magistrados desde siempre! ¡Hubiésemos sido un pueblo progresado y feliz! Quisiera que fuésemos más inteligentes, más ricos, más prósperos. Este pueblo es pobre, pero lleva la fuerza de su energía nacional. Pero hoy la incultura reina con toda su majestuosidad en la casta dirigente. La historia política de este desventurado país no tiene la tristeza solemne de la tragedia, sino la ridiculez de una comedia o un sainete. Es el vértigo de la inconsciencia de quienes no se dan suficiente cuenta de lo que se ha hecho a este país y es el vértigo de la insolencia de quienes hicieron prevaricato en el conciliábulo que hoy llámase Tribunal. Aunque no sé hasta qué punto puedan ser culpados, porque si los siervos no hacen lo que el señor indica, pueden ser acribillados o muertos a puñetazos.
En estos momentos de agitación y agotamiento, se deja ver mejor que nunca la torcida ruta por la que anduvieron los funcionarios faltos de prudencia y previsión. Nada se puede esperar de estas gentes; nada se está haciendo en vista de preparar días menos tristes para la patria.

La pobreza no ha reducido, y los bonos y subvenciones son nada más que medidas paliativas y excitantes para conseguir votos mentecatos; al cabo, todo lleva al resultado absurdo y paradójico de que Bolivia se endeuda cada vez más. E iremos a encarar la crisis económica que se advierte en lontananza vestidos de harapos y sin zapatos, pero le haremos frente con dignidad.

Amamos la filosofía alemana, el arte galo, el esteticismo clásico, pero Bolivia es mi patria, es el lugar donde he nacido y en el que aprendí a sufrir. Hoy hago por ella lo que puedo. Fuímonos alejando de los asuntos públicos, pero hay momentos en que no se puede retener en los dientes lo que se piensa. También el artista enamorado y el científico erudito deben cumplir con su deber de buenos ciudadanos. Ese amor tan fuerte es el que hizo que Goethe fuera ministro de Weimar, Victor Hugo parlamentario de Francia, Newton magistrado de Inglaterra…


Ignacio Vera-Rada

miércoles, 6 de septiembre de 2017

NATURALEZA FILOSÓFICA DEL SERVICIO MILITAR OBLIGATORIO (Parte I)

Publicado en El Diario el 6 de septiembre de 2017

Si se desciende lo suficientemente hondo en el asunto filosófico que entraña la obligatoriedad del servicio militar, se llega a la conclusión de que aquél es un absurdo rotundo, siempre y cuando se tomen en cuenta los adelantos humanos concernientes a la libertad y a los Derechos Humanos. He aquí una prueba incontrovertible de que los sistemas judiciales, que lejos están de ser los sabios procedimientos latinos, son todavía imperfectos, y de que las democracias, que para algunas personas hoy están bien consolidadas en lo referente a su avance teórico, tienen fallas que siguen estando en vilo. Porque el servicio militar obligatorio tiene que ver con los unos y con las otras.
¿Qué es el entrenamiento militar? Es la educa
ción de la mente y del cuerpo en la técnica de matar. Filosóficamente, va en contra del desarrollo de la voluntad de paz del hombre. Pero, me diréis, ¿acaso a un país puédesele restringir su necesidad de adjudicarse insumos de seguridad? Cierto es que no. Pero yo refuto: ¿puédesele privar a un ser humano de la voluntad pacifista que pudiere abrigar con más amor que a ninguna otra cosa? El Estado tiene necesidades materiales, pero el hombre posee ideales y cultos, y éstos están por encima de aquellos. El hombre tiene obligaciones para con su patria, pero ésta también los tiene para con su habitante. El asunto es difícil, ciertamente, y como hoy son varias las cosas que se han puesto en la mesa de debate del mundo, la cuestión del servicio militar obligatorio tendrá también que ser debatida en la misma mesa. Y mañana estará Dios mediante en el seno de la Asamblea Legislativa. Estas cuestiones profundas tienen que ver con el gradual perfeccionamiento del Derecho y las Ciencias Políticas.
Quien escribe esto no hizo el servicio militar, huyó de él; no sabe cargar munición a un arma, y con suerte podría lidiar con el peso de una carabina. Todos los que desean la paz deberían estar resueltamente en contra del servicio militar obligatorio. Se debe abolir el entrenamiento militar de la juventud. El servicio militar universal supone la formación de las juventudes en un espíritu bélico. En países como Bolivia, con Constituciones que proclaman pacifismo, la incongruencia es aún más crasa. Otro argumento: Podría parecer que los países pequeños, como el nuestro y los de África v.g., necesitaran obligar a sus juventudes a prestar servicio militar para poder ganar una guerra, y no los Estados grandes, dado que el armamento que poseen podría batir a las hordas más numerosas. Y ciertamente esto es lo que ocurre en la realidad. Lo cierto es que los ejércitos más nutridos y compactos de los países enclenques de economía no podrían batir el más pequeño obús de un país fuerte y grande. Entonces el asunto se convierte en un sinsentido.
Piénsese que para una conciencia pacifista, como la de Romain Rolland, el servicio militar puede resultar un verdadero via crucis. ¿No se está, pues, quebrantando la libertad de voluntad, que es quizá la libertad más sagrada?
La Constitución establece que deberán prestar el servicio militar todos los bolivianos, pero el carácter de obligatorio sólo recae en varones. Y más allá de todo lo dicho hasta aquí, ¿por qué en este mundo que pide y necesita igualitarismo de género en toda disposición, solamente los varones están llamados a acudir prestos al grito de una voz castrense y a marchar al son de una trompeta marcial?

Seguiremos abordando este asunto, metiéndonos más en la filosofía pura que encierra la cuestión.

Ignacio Vera Rada

sábado, 2 de septiembre de 2017

DE ECPLIPSES Y TEORÍAS FÍSICAS



Publicado en El Diario el 1 de septiembre de 2017

Este artículo viene a propósito del último eclipse visto en Norteamérica, para que se sepa cuál puede ser la trascendencia de un fenómeno natural como ése en determinados momentos de la historia.
Hace cien años, un hombre que había sido desde los 23 hasta los 32 un desconocido funcionario de tercera categoría de la Oficina Suiza de Patentes, trabajaba denodadamente en su estudio, luego del trabajo diario, persiguiendo y perfeccionando una teoría revolucionaria que explicase de una forma distinta el funcionamiento del Universo, teoría que a veces él mismo creía inverosímil: la Relatividad General. Pero aquel hombre tenía la capacidad de concentrarse por meses, e incluso años; se aferraba a su hipótesis como un perro a su hueso.
Entre marzo y junio de 1905, se incubaron en el pequeño estudio de Albert Einstein las teorías que revolucionarían para siempre las leyes de la física. Publica en su tiempo libre en los Annalen der Physik cuatro visionarios artículos, que para cualquier físico hubiesen sido la razón de una brillante carrera: uno que explicaba el movimiento browniano; otro que revelaba la ley del efecto fotoeléctrico; otro que desarrollaba la equivalencia entre energía y masa, y el último, que explicaba la relatividad especial.
Finalmente, a mediados de la segunda década del Siglo XX, la Teoría estaba lista para ser publicada. El solitario científico, en su estudio, cuando por fin cuadraron sus ecuaciones, rumió para sí mismo: “¡Dios Santo!, la teoría es correcta…”. Las ideas que el mundo tuviera desde 1687 sobre la gravitación universal y el movimiento celestial de los astros estaban a punto de ser echadas por tierra. Einstein idolatraba a Newton, el mayor científico de la historia de la humanidad, y por eso escribió: “Perdón, Newton”.
Pero la Teoría einsteniana tenía un problema que era difícil de resolver: su comprobación. El científico sionista había llegado al corolario de su Teoría solamente razonando, deduciendo, imaginando y visualizando las cosas. No era un empírico. En conclusión, todo era un brillante producto de su mente. Solamente un eclipse total de sol podría corroborar las extrañas y audaces ideas del físico alemán.
Para Newton, la luz no tenía masa, para Einstein, sí, y por tanto, al pasar cerca de un cuerpo celeste tan grande como el sol, tendría que curvarse por la fuerza gravitatoria, que en realidad es la deformación del espacio. Si Einstein estaba en lo cierto, la luz de las estrellas que pasase cerca del sol tendría que desviarse un tanto. En 1916 hubo un eclipse, pero las pruebas se vieron frustradas por la Gran Guerra; en 1918 hubo otro, pero densos nubarrones bloquearon la oportunidad de confirmar la Teoría. Einstein, como lo estuvo muchas veces en su vida, se hallaba muy desanimado y deprimido. Finalmente, en mayo de 1919, un astrónomo llamado Arthur Eddington logró la magna empresa. En noviembre del mismo año, el mundo se enteraba de que casi todo lo que hasta ese momento supo sobre la actividad del cosmos era falso. En los siguientes años, a pesar de los reparos que los científicos ponían, la Teoría se fue comprobando.
Tal lo que ocurrió hace un siglo. La Teoría de Einstein es compleja, simple y hermosa, inusitadamente hermosa. Y esto no es inspiración. Es trabajo, perseverancia, disciplina y método.
Si tenéis la suerte de observar un eclipse total de sol, fijaos en los puntos de luz que están alrededor de la corona de luz, y no olvidéis que, ahí donde los veis, en realidad no están.

Ignacio Vera Rada

jueves, 10 de agosto de 2017

El mar: hacia una doctrina del derecho boliviano

Publicado en El Diario el 10 de agosto de 2017

A lo largo de las décadas, salvo pocas excepciones, nuestro país ha ido perdiendo en el terreno de la diplomacia, pero no por incapacidad o impericia de nuestros funcionarios diplomáticos (aquí hay excepciones también, como en todo, pues los hubo muy ineptos), sino por la desventaja y el atraso económicos de Bolivia, siendo que la economía pública y las finanzas condicionan siempre la prosperidad material de los países del mundo, y las que por tanto establecen de forma despiadada e injusta la asimetría de poderes, que es azas perceptible para toda persona. Es por eso que la economía es la madre de las ciencias sociales y el indicador para la medición de la capacidad política internacional de un Estado en el concierto internacional de los países. Ahí, en la riqueza, radican el peso y la fuerza reales y prácticos. La economía (por extensión, la fuerza militar, el mercado y la pujanza en todo orden), pues, se impone a la diplomacia y a la misma doctrina del Derecho de Gentes, pero más a la primera que a la segunda. Al final, la diplomacia termina siendo lamentablemente una mesa donde muestran su verdadera faz los monstruos de la economía.
      Mientras Bolivia sea, en tamaño de hacienda y en capacidad militar, menos que Chile, difícilmente o nunca podrá llegar a la costa por medio de negociaciones diplomáticas. Es por eso que creo que si Bolivia decide asumir la demanda por la cualidad marítima como una política de Estado (lo cual ha hecho desde 1910 pero como un mecanismo diplomático), debe consolidar el Derecho Boliviano y la doctrina que éste conlleva, que es la sola llave que contiene el derrotero en favor de los bolivianos. Se debe establecer la doctrina jurídica.
      La revisión del Tratado es competencia exclusiva de las partes. Los internacionalistas ya han departido demasiado acerca de las posibilidades que tienen Bolivia y Chile en lo relativo al dictamen final de la CIJ, pero ninguna persona que no se esté haciendo cargo de la demanda en la parte netamente jurídica, ni los mismos publicistas y juristas más versados, ha podido verter hasta ahora juicios certeros acerca de la consistencia de nuestros alegatos, porque no se conocen en profundidad. Y por lo mismo, nosotros nos eximimos de hacerlo aquí. Todo lo que se ha venido diciendo y comentando hasta ahora, es cuando menos opinión profana al contenido jurídico y científico de la doctrina de la demanda. Lo cierto es que la CIJ no tiene señorío absoluto ni autoridad coercitiva para hacer cumplir a un Estado un fallo, y aunque la Corte fallara para que Chile tuviese que negociar, éste solo se vería obligado a cumplir por un Derecho fundado en la costumbre, en la moralidad, si se quiere. Pero su soberanía de decisión, como la de cualquier Estado, está sobre todo.

      La ley está ahí (Pacto o Tratado), y la ciencia jurídica está también ahí, no es inmutable, pero siempre será. Dicho lo cual, me diréis, entonces: “¿Cómo, si la diplomacia es ineficaz para la cuestión, el Derecho puede ser fructífero, si éste también está supeditado a la fuerza económica de un país, como se ha dicho antes?”. Yo diré, entonces: “Si la diplomacia es un arma ineficaz para esta cuestión, es porque su fuerza está cimentada en la negociación, en cambio la del Derecho, desde los tiempos de Solón y para siempre, estará sobre el pivote de la razón”. Entonces la invocación a la razón siempre tendrá mayor fuerza que la apelación a la buena voluntad, que es, de una u otra forma, lo que demanda la diplomacia.

Ignacio Vera-Rada

domingo, 28 de mayo de 2017

BEDREGAL Y SU BIÓGRAFO

Publicado en el suplemento Animal Político del periódico La Razón el 28 de mayo de 2017.

Desde mi más temprana juventud admiré, incluso más que al griego y al latino, al artista galo y al germano. No me cambiaría por ellos sin embargo; yo nací en el dolor boliviano.
      ¿Cómo hablar de un pedazo de la historia o de un segmento geográfico sin entender al actor principal del espectáculo de la vida? Entre bambalinas se encuentran los actores pensando y ejecutando cosas que el público jamás sabrá una vez aquéllos en las tablas. En las tribunas, el pueblo aprecia solamente la interpretación de un guion dictado por la fatalidad y pocas veces por la inspiración buscada. Y la dramaturgia de la vida es una obra maestra a la par que un arcano, como lo fueron las obras de Shakespeare. El antropólogo explora la racionalidad y el carácter humanos; el historiador rastrea cronológicamente los legados y hechos memorables de los pueblos; el sociólogo tienta sus nigromancias y teoriza para revelar el porqué del fenómeno social. El biógrafo, ciertamente, les debe mucho, porque se servirá de ellos para levantar nuevamente la arquitectura de una existencia humana, pero es cierto que antropólogos, historiadores, sociólogos, e incluso tratadistas de las ciencias jurídicas y económicas, habrán de deber al biógrafo mañana.
      Era menester una biografía de Guillermo Bedregal. Pero ¿quién es, a grandes rasgos, este hombre? Bedregal es un político consumado, pero sobre todo es un ser humano de carne y hueso, un humano muy humano, demasiado humano ―en el sentido nietzscheano de la expresión―, con aciertos y errores, con grandezas y pequeñeces. A primera vista es un político frío y calculador, pero si uno se aproxima un poco, se revela el ser humano sensible y sentimental. Bedregal tuvo que ver con una de las revoluciones más importantes de Latinoamérica ―si no la más importante―; apoyó un golpe de Estado que fue funesto para la democracia que en ese momento se volvía a instituir. Fue diputado, padre de familia, escritor, profesor en varias universidades, Ministro de Estado, esposo, embajador, lector voraz, teórico y pragmático… Relieves de gloria y simas de desdicha se ven la orografía de su azarosa vida. Haber sido parte de las grandes transformaciones estatales se cuenta entre los primeros; la muerte prematura de su primogénito está entre las segundas.
      Leyendo a los hombres se lee el suelo, ya que los hombres son fruto directo del terruño. Éste los pare a fuerza de necesidades concretas. Porque si hay una verdad mundana absoluta y axiomática es la del Genius loci: el alma de la tierra es el genio de sus moradores. Cierto que el sociólogo y el antropólogo auscultarán la conducta de los grandes gentíos, pero es deber del biógrafo descifrar el alma de un pueblo a través de uno de sus hombres. No pretendí llegar a lo que hicieron Plutarco, Zweig, Maurois, Lytton Strachey, Ludwig y Safranski. La verdad es que mi norte era más alto y más lejano. Quizá las biografías poéticas sean las mejores, así como también las más escasas. Ésta, mi Guillermo Bedregal, es una biografía novelada, y no debe ser ningún secreto que yo haya tomado como modelo las obras Franz Tamayo. Hechicero del Ande (Retrato al modo fantástico) y El Arte Nocturno de Victor Delhez (Biografía poética), ambas de Diez de Medina, el más historiador de los artistas y el más artista de los biógrafos. Lo que busqué, además, fue hacer lo que hizo Victor Hugo en su William Shakespeare, y aunque sé bien que tuve una medida que imitar, sé igualmente que no llegué a hacer lo que hizo el genial galo. Lo que hizo Hugo fue descifrar el summum y el espíritu de Inglaterra a través del más genial de sus hijos. Así, puede desnudarse el alma alemana a través de Goethe, la de Italia a través de la de Leonardo o la del Dante, la de España por la de Calderón o la de Cervantes. Biografiar es —como digo en el Prefacio de este libro— comprender la dimensión real de un hombre, y un hombre significativo es como una montaña: muchos intentaron escalarla, pocos llegaron a la cima y varios se quedaron en las faldas. Y hay que comprender al hombre comprendiendo su espacio y su tiempo. El ser humano es producto directo del tiempo histórico, de un contexto, de una coyuntura larga. En suma, la historia hace al ser humano, y no éste a la historia. Si no se siguiese el método de la comprensión del espacio-tiempo, Alejandro Magno hubiera sido un demonio y Cromwell un protervo déspota. Entonces, el libro que el lector tiene es, a la par que una biografía, el alegato y la justificación de una personalidad que vive en un contexto determinado y la radiografía de una coyuntura nacional. Ésta es la terea del biógrafo y también la del género biográfico: develar suelo y sociedad a través de un solo ser humano.
      Esta obra tiene la estructura de la vieja novelística francesa del siglo XIX, o sea, división en libros y subdivisión en capítulos, y su división en libros responde a la segmentación que hice de la vida de mi biografiado en cinco grandes etapas: 1. niñez en Juckumarka (finca de sus padres) y estudios en el Colegio Alemán; 2. estudios universitarios en Europa y gira por varios países que realiza junto con un grupo de amigos; 3. los doce años de la Revolución Nacional; 4. dictaduras, destierros y ostracismo, y 5. último gobierno de Víctor Paz Estenssoro en el que Bedregal es Canciller de la República. Escribí la obra en seis meses, literalmente encerrado en el estudio de mi casa; torrentes de café y de tinta y muchas cuartillas emborronadas… Novelar e historiar a un mismo tiempo puede resultar una tarea pesadísima, pero al mismo tiempo una de las más bellas. La composición de esta biografía fue una de las más extraordinarias experiencias de mi vida, y el recuerdo de las intensas charlas que tuve con Bedregal ―pláticas que giraban en torno a las tragedias de Schiller hasta parloteos sobre caligrafía gótica― constituirán un recuerdo inmarcesible en mi memoria.
      Y este libro es algo más que una biografía; es la travesía de toda una generación y el pensamiento vivo del Nacionalismo Revolucionario. Intenté en todo momento ser objetivo y crítico con los acontecimientos, mas no puedo decir que mi pluma no se ha visto seducida por el arrebato y la efervescencia, pero todo cuanto atañe al drama nacional siempre será puro y bienintencionado. He aquí, en ese libro, una silueta de la Bolivia contemporánea. No osé escribir la terapéutica, pero he aquí un diagnóstico de la realidad política nacional, con sus desgarramientos esquilianos y su consternación reconcentrada, pero también con sus heroicidades y prodigios dignos de ser anotados en las páginas gloriosas de la historia de Latinoamérica.

      Se dice, levantando las banderas del mestizaje y del sincretismo, que no comprenderemos el sentido del vivir en comunidad mientras no aceptemos nuestra historia con sumo beneplácito; eso es cierto, mas yo hago aquí una extensión: no comprenderemos ésta nuestra fascinante nación, ni nuestro suelo, ni nuestro destino histórico, en tanto no conozcamos a nuestros hombres.

Ignacio Vera-Rada es escritor y dibujante