Publicado
en El Diario el 1 de septiembre de 2017
Este
artículo viene a propósito del último eclipse visto en Norteamérica, para que
se sepa cuál puede ser la trascendencia de un fenómeno natural como ése en
determinados momentos de la historia.
Hace cien años, un
hombre que había sido desde los 23 hasta los 32 un desconocido funcionario de
tercera categoría de la Oficina Suiza de Patentes, trabajaba denodadamente en
su estudio, luego del trabajo diario, persiguiendo y perfeccionando una teoría
revolucionaria que explicase de una forma distinta el funcionamiento del
Universo, teoría que a veces él mismo creía inverosímil: la Relatividad
General. Pero aquel hombre tenía la capacidad de concentrarse por meses, e
incluso años; se aferraba a su hipótesis como un perro a su hueso.
Entre marzo y junio de
1905, se incubaron en el pequeño estudio de Albert Einstein las teorías que
revolucionarían para siempre las leyes de la física. Publica en su tiempo libre
en los Annalen der Physik cuatro visionarios artículos, que para cualquier
físico hubiesen sido la razón de una brillante carrera: uno que explicaba el
movimiento browniano; otro que revelaba la ley del efecto fotoeléctrico; otro
que desarrollaba la equivalencia entre energía y masa, y el último, que
explicaba la relatividad especial.
Finalmente, a mediados
de la segunda década del Siglo XX, la Teoría estaba lista para ser publicada.
El solitario científico, en su estudio, cuando por fin cuadraron sus
ecuaciones, rumió para sí mismo: “¡Dios Santo!, la teoría es correcta…”. Las
ideas que el mundo tuviera desde 1687 sobre la gravitación universal y el
movimiento celestial de los astros estaban a punto de ser echadas por tierra.
Einstein idolatraba a Newton, el mayor científico de la historia de la
humanidad, y por eso escribió: “Perdón, Newton”.
Pero la Teoría
einsteniana tenía un problema que era difícil de resolver: su comprobación. El
científico sionista había llegado al corolario de su Teoría solamente
razonando, deduciendo, imaginando y visualizando las cosas. No era un empírico.
En conclusión, todo era un brillante producto de su mente. Solamente un eclipse
total de sol podría corroborar las extrañas y audaces ideas del físico alemán.
Para Newton, la luz no
tenía masa, para Einstein, sí, y por tanto, al pasar cerca de un cuerpo celeste
tan grande como el sol, tendría que curvarse por la fuerza gravitatoria, que en
realidad es la deformación del espacio. Si Einstein estaba en lo cierto, la luz
de las estrellas que pasase cerca del sol tendría que desviarse un tanto. En
1916 hubo un eclipse, pero las pruebas se vieron frustradas por la Gran Guerra;
en 1918 hubo otro, pero densos nubarrones bloquearon la oportunidad de
confirmar la Teoría. Einstein, como lo estuvo muchas veces en su vida, se
hallaba muy desanimado y deprimido. Finalmente, en mayo de 1919, un astrónomo
llamado Arthur Eddington logró la magna empresa. En noviembre del mismo año, el
mundo se enteraba de que casi todo lo que hasta ese momento supo sobre la
actividad del cosmos era falso. En los siguientes años, a pesar de los reparos
que los científicos ponían, la Teoría se fue comprobando.
Tal lo que ocurrió
hace un siglo. La Teoría de Einstein es compleja, simple y hermosa,
inusitadamente hermosa. Y esto no es inspiración. Es trabajo, perseverancia,
disciplina y método.
Si tenéis la suerte de
observar un eclipse total de sol, fijaos en los puntos de luz que están
alrededor de la corona de luz, y no olvidéis que, ahí donde los veis, en
realidad no están.
Ignacio Vera Rada
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