Publicado en El Diario el 1 de mayo de 2017.
He terminado de leer Le Dernier Jour d´un Condamné en una
edición parisina muy rústica y hasta ordinaria.
La
otra noche se reunió un grupo de estudiantes de la Universidad pública. Yo
asistí a la reunión. En el cenáculo había alumnos de Derecho, Filosofía,
Sociología e incluso alguno de Medicina. La charla ―o debate― giró primero en
torno a las reformas de que es menesteroso el sistema universitario boliviano y
la pedagogía boliviana en sí misma; después, alrededor de las libertades
públicas y la libertad de prensa y opinión. La charla se fue acalorando, y las
posiciones, enconando. Lo cierto es que pocas cosas hay tan saludables para los
pequeños núcleos sociales de una gran sociedad como el intercambio de ideas y
razones.
Había un mequetrefe que si mal no me
equivoco dijo que estudiaba Filosofía. Y en medio de la algazara, gritó que un
violador de mujeres debía ser condenado a muerte. Yo abrí mis ojos e inflé el
pecho para contestarle con un discurso deliberativo, pero la indignación no me
dejó pronunciar palabra. O si dije algo solo fue un tartamudeo. Y es que la
condena a muerte quizá sea el signo más evidente de la barbarie en toda
sociedad que quiera llamarse civilizada.
Ahora
bien: mi argumentación espiritual solo valdrá ante el creyente; “Ante el
escéptico nada tenéis que esgrimir”, seguramente me diréis. Nada más falso. Al
creyente le puedo decir que nadie es señor de la vida ni juez supremo de las
almas. Y al ateo, que un criminal o un convicto de la peor calaña puede tener
todavía un papel social en este mundo. Piénsese solamente en los hijos que
pudiere criar esa persona, o la esposa a quien pudiere estar asistiendo desde
su ófrica celda. Y si el reo condenado no tiene esposa ni hijos, aún puedo
esgrimir otros argumentos, si no muy sencillos, sí muy contundentes. La
filosofía de los países en los que existe la pena de muerte dice que se elimina
al reo para alejarlo de la sociedad; si esto fuese cierto, ¿no sería suficiente
con encarcelarlo? Lo que sucede es que detrás existe un trasfondo donde solo
campean los sentimientos más viles del ser humano ―odio, rencor― institucionalizados
en leyes hechas por los diputados más desaforados y respaldados por el Derecho
positivo. Nada más bestial que promover un país de verdugos; nada más bajo que
hacer matar a alguien como si fuese un animal.
Estos sistemas penitenciarios donde la
ley permite la eliminación de un reo son los más injustos con quienes reciben
la orden de pulsar el gatillo asesino. ¿Son acaso ellos, los que deben disparar
después del “Fuego!” de sus superiores, quienes están de acuerdo con la
eliminación de un hombre? ¿Por qué la injusticia de hacer matar a quien puede
amar la vida suya y la de los demás?
Es increíble y espantoso el número de
Estados cuyas legislaciones todavía contemplan la pena capital. Congresos, cámaras,
ekklesias donde se pronuncian los más románticos e hipócritas discursos sobre
el Derecho natural y los Derechos Humanos… pero aún no se habla sobre la pena
de muerte. Se han puesto de moda las tendencias feministas, que no sé si
tendrán o no éxito en la marcha de la sociedad. Pero hora es ya de interpelar
la pena de muerte en los países donde se la pone en ejecución. Ojalá estuviera
vivo Victor Hugo.
He escrito lo anterior con la plena
conciencia de que Bolivia no ha puesto en el tapete o a consideración de la
Asamblea ―a Dios gracias― la cuestión, y con la misma conciencia de que en cualquier
momento podría hacerlo.
Ignacio Vera-Rada es escritor
No hay comentarios.:
Publicar un comentario