miércoles, 2 de mayo de 2018

NOCHEBUENA EN SALAMANCA (Cuento)


Publicado en la revista Historia, Arte y Cultura; Año 1, N. 4, octubre-noviembre de 2017, dirigida por José Alberto Diez de Medina..

Por Ignacio Vera de Rada

Distinguido lector:
      No se niegue a leer esta historia. Únicamente después de haberlo hecho, decidirá si mereció o no la pena la lectura.
      — ¡Ah, cuando pienso en ti, Werther, los huecos de mi corazón se hacen más hondos y los gritos de mi alma estrepitosos!
      Así mustió Jacob sus últimas palabras del día, al término de una fatigadora jornada, en su habitación, solo, a las seis de la tarde, rendido y tendido en una cama mientras estaba por terminar de leer por séptima vez Los sufrimientos del joven Werther, habiendo con ello alcanzado el récord de Napoleón Bonaparte. Cada vez que sus ojos leían el nombre de Lotte, su corazón latía con más fuerza y leía el de otra persona. Era una analogía y una semejanza que a veces llegaban a inquietarle y asustarle de una forma espantosa, como lo hace la persecución de un demonio a un inmaculado. Se sentía tan identificado con aquella historia patética, con esa lecturita episódica de un joven ridículo como él, que por momentos quería deshacer y tirar el libro por la ventana para que se mojase con la fría nieve de diciembre. Afuera, en efecto, nevaba como pocas veces había nevado en la Península. Los pequeñísimos cristales de hielo imprimían en el ambiente una suerte de pincelada melancólica y, como no podía ser de otra manera, inspiraban algo de nostalgia al alma del lector del Werther. Esa lectura era una de su preferidas, porque para él Goethe era grande, Goethe era el mundo. Goethe era el desenfreno de la misma naturaleza de la vida.
      La veía frente a sus ojos día y noche. Y es que en verdad no había podido quitarse de la mente esos ojitos saltones que se hallaban detrás de esos anteojos de pocas dioptrías y que hubo de ver tan pocas veces en su vida. Era algo difícil de entender aun para él mismo, hombre tan imaginativo y crédulo como era, porque solamente un alma extraña y misteriosa como era la de Jacob hubiera podido guardar un cariño tan inmenso y tan intenso a una mujer que, habiéndola conocido casi solo por un saludo fortuito, nunca le mirara a los ojos ni le sonriera jamás. Es más, se puede decir que le había conocido más por fotografías y mensajes que por su misma presencia física y su voluptuosidad de jovencita de veintitrés inviernos. (¡Quién pudo jamás comprender el corazón de un hombre sensible!).
      Se habían mandado unas cuantas cartas, y en ellas Jacob había vertido toda su inspiración de poeta, como para impresionar al alma femenil con toda la fuerza de la belleza literaria. Ese epistolario era para él como una joya, y se había vuelto como un objeto de morbosa reverencia, sobre todo en sus momentos de mayor alegría.
      Las habitaciones vacías siempre tienen o esparcen dentro de sí mismas una solemnidad infinita; son como los crepúsculos que se ven en el confín del piélago. Después de leer por séptima vez la escena del cortejo fúnebre del triste Werther, nuestro cándido joven guardó en su mesa de noche la novelita de amor desventurado que le había puesto un poco triste y pensativo, fue caminando en la oscuridad —porque ya eran las ocho— a tientas y con los ojos a medio cerrarse, se sentó en su mesa de trabajo desafinando al letargo y la somnolencia, encendió un candil y, como su habitación solamente estaba habitada por un alma inmensa y sensible como era la suya, púsose a escribir versos y a dibujar el rostro de la niña. La maravilla de lo que los escritores llaman inspiración estaba derramada en raudales sobre su estro y el tesoro de lo que los pintores llaman técnica se había agolpado en sus dedos en esos instantes en que comenzó a recordarla con más fuerza que en ningún otro momento de los últimos días, porque en ese santiamén, como un relámpago, veía todo alejarse en el tiempo, como si éste estuviese corriendo con patas de avestruz, y lo que la humanidad sensitiva llama recuerdo es a veces el mejor autor de aforismos y versos.
      La noche de denodada escritura y la melancolía sumieron a nuestro joven escritor en el sueño más profundo. Se durmió con la cabeza apoyada en la mesa y con el candil encendido a su lado.
      Jacob era una especie de alma romántica e hipocondríaca. Espíritu de otros tiempos, personalidad triste y taciturna y corrompida por el romanticismo alemán y francés y por las anacrónicas lecturas de Píndaro y de Horacio, no había razón alguna para creer que pudiese ser comprendido ni aceptado por la sociedad moderna de principios de siglo. Era un estudiante de latín en España, y hubiera dado todo el oro del mundo, incluso su epistolario que, como tenemos dicho, era para él como un joyel, con tal de hallar en el planeta un clasicista con quien poder tertuliar horas y horas.
      Pero ¿quién era Ella, de quien poco o nada se ha dicho hasta aquí? Su nombre era Montserrat y estudiaba Psicología en una de las universidades más antiguas del mundo, la de Salamanca, que estaba a punto de cumplir setecientos años, en las Escuelas Mayores. Montserrat era una de esas muchachas orgullosas y carismáticas que quieren atraer donceles inocentes por montones, mas sin inspirarles demasiada confianza. Amaba el teatro e iba allí —sola o acompañada— siempre que podía para ver las obras de Lope. Jacob se entusiasmaba con la ópera, pero si se enteraba de que ella iría al teatro en un día de ópera, echaba todo plan por tierra para ir a verle y acompañarle hasta su casa.
      Su rutina no variaba mucho; cada noche se desvelaba junto a su candil escribiendo baladas y traduciendo églogas de Virgilio. Componía también poemas líricos para la Navidad, que en realidad eran como elegías destinadas a la lamentación de la pasión de Cristo, ocurrida hacía mil ochocientos ochenta y cuatro años. Llevaba consigo siempre un rosario que le otorgaba una seguridad que era en realidad más psicológica que útil, y fumaba en pipa mucho, sobre todo cuando se imaginaba siendo un gran latinista con una familia conformada y al lado de la muchacha que en ese momento tenía solo veintitrés.
      Ambos se encontraban en el atrio principal de las Escuelas Mayores, siempre, a las nueve y cuarto de la mañana, cuando el sol ya lanzaba todo su fulgor sobre la cuidad salamantina.
      —Hola. Tenga muy buenos días.
      —Hola. Usted también.
      Y no sucedía mucho más. Ni siquiera podía auscultar a la beldad con su mirada penetrante de joven que ama —además de la claridad del espíritu— la cualidad de las voluptuosidades femeninas, porque ella iba a sus clases siempre con una bufanda lila que le cubría gran parte del rostro y el seno como una especie de burka que le privaba de sus bellezas.
      Cada día la veía más inalcanzable y misteriosa, más lejana, y por eso se abandonaba con resignación al pensamiento de lo inefable e inalcanzable, para traducir su deseo en realidad solamente en la imaginación, casi en el surrealismo, y esto le hacía sentirse inmortal y feliz. Un hombre que quiere algo casi imposible, no hace sino verse teniendo ese algo con todas sus fuerzas pero en una realidad onírica. Y Jacob había aprendido muy bien la técnica del vuelo imaginativo y soñador para verse dueño de lo que más deseaba.
      ¿Escribirle una oda, una pieza del lirismo más irracional? «De poco serviría», le dijeron. «Montserrat sabe de su belleza, y eso mismo le hace inalcanzable aun para el embeleso del arte. A su corazón no se llega sino con demasiado esfuerzo».
      Pasó varios días haciendo como si la tuviese en frene suyo, queriéndola. Dejó a un lado los libros de latín y filología. Se olvidó de toda la tensión cotidiana y de los problemas de siempre. Frecuentó bares y cafés de todos los tipos y niveles. Se entregó con arrojo a la composición de todo tipo de poemas y compartió sus creaciones con amigos ocasionales que conocía en las noches de cenáculo. Un día de diciembre emprendió un corto viaje por casi todo el Reino de España, y conoció Málaga, Granada, Murcia, Valladolid y León. Sus fuerzas no le dejaron llegar a la gran Madrid.
      Conoció en Murcia a un hombre más o menos enigmático y medio sabio, de unos sesenta años, flaco, de aspecto sombrío pero con una voz suave y hasta melodiosa. En el atrio de la Catedral de Santa María, mientras el viejo señor de más o menos seis décadas veía el trajinar de las personas y el vuelo desordenado de los pájaros, se produjo la siguiente conversación que no sabemos cómo comenzó ni cómo terminó, pero que transcribimos aquí con la mayor fidelidad posible:
      —Si hacéis algo por una dama, hijos míos, no lo hagáis por deseo irracional —dijo con la mirada un poco perdida—. La vida es inservible sin el afecto de una dama, pero los más altos caminos de un hombre quizá no tengan que ver con la feminidad ni con el amor de pareja. No ha vivido quien no ha derramado una lágrima de sangre por una mujer, pero la vida que carece de sentido es la que no ha visto el desarrollo del espíritu en todas sus formas. La nobleza y la amistad son, por ejemplo, dos de estas formas.
      «Yo he corrido casi todas las geografías de la vida. He triunfado en algunas cosas y he caído en otras, pero siempre tuve la sensatez suficiente para no verme perdido en una pasión desenfrenada. El amor apasionado no es sino una de las manifestaciones de la locura. ¡Es tan difícil saber cómo llevar un equilibro aunque sea relativo! Uno de los hombres más sabios de todos los tiempos, Platón, decía que el amor es algo inmanente a la vida humana. Científicos como Newton y artistas como Leonardo se desarraigaron de la vida afectiva para entregarse a una vida solitariamente gloriosa. Pero lo cierto es que, querido niño, cada uno debe saber hacer su biografía, y ésta debe ser auténtica y una verdadera obra de arte. No pierdas tu tiempo ni un solo minuto, pero no te dejes llevar desenfrenadamente por el demonio del estudio, ya que cuando éste es exagerado se vuelve como una celda; y que no te arrebate la ligereza de una mirada femenina, porque cuando ésta es hermosa y cautivadora, aprisiona tanto como aquélla. Encuentra en todo orden la mediocridad áurea que pregonaba el gran latino.
      «Quizá eso, el encontrarse uno mismo, el hallar una vida que contenga al mismo tiempo creatividad, estudio y amor, sea lo más difícil y lo más bello e importante, quizá más importante incluso que las mismas creaciones, estudios y relaciones que florecen en el camino. Todo esto constituye el llegar a ser lo que uno es.
      «Sal con ella, invítale a comer o a beber una copa de vino. Mírale a los ojos y que tu corazón escrute sus pensamientos. No sea que, aunque bella por fuera, no tenga un alma bondadosa y digna de un muchacho como tú. Y siempre recuerda que a tu edad las cosas que parece que terminan recién están comenzando a prosperar en serio. La vida es un juego de espejos, y solo gana en ella quien sabe distinguir los perfiles con precisión.
      «Hay, sí, un vacío en tu corazón que hasta ahora no ha colmado nada ni nadie. Hay un punto en que las novelas, los poemas y la filosofía no pueden llenar ese resquicio, aunque antes nos parecía que aquéllos lo eran todo. Yo, ahora que lo pienso, tuve una vida muy similar a la tuya, niño. Y veme aquí, tan íntegro de mente, alma y cuerpo…
      Llegado a este punto, el muchacho interrumpió para decirle:
      —¿Qué debo hacer con este sentimiento?
      —Ten el valor de decirle lo que piensas. Y ten en cuenta todo lo que te he dicho.
      Y el hombre de aproximadamente sesenta años, habiendo dicho esta última sentencia de manera categórica, fue alejándose sin despedirse. Soplaba un viento frío sobre Murcia.
      Volvió Jacob a Salamanca, y las nevadas habían cesado. Encontró todo lleno de adornos y las calles se engalanaban con faroles que alumbraban con una luz más o menos tenue, como luciérnagas. Había por los callejones varios arbolitos de Navidad y pesebres malhechos pero que le daban al ambiente un sentimentalismo supremo. La idea de la locura y de volverse loco no le dejaba respirar con tranquilidad. «El amor apasionado no es sino una de las manifestaciones de la locura». Esa frase del hombre murciano se le había quedado guardada en la mente. Fumaba su pipa como si fuese el último día para fumar, y parecía que la locura tocase las puertas de su mente. Esa noche no pudo hacer nada sino pensar en su cama, dándose la vuelta en ella de un lado al otro como cien veces.
      A la mañana siguiente fue al atrio de la Universidad, y a las nueve y cuarto Ella estaba ahí nuevamente. Lucía más delicada y sensual porque no llevaba bufanda. Jacob se acercó y le dio un beso en la oreja y le susurró su invitación.
      —Déjeme, amable señorita, llevarle a tomar un café mañana.
      —Tendrá que ser en la mañana, talvez muy de madrugada, porque en la tarde parto para Extremadura. Pasaré allí la Navidad.
      Era el 24 y la nevada se precipitaba intensa. Salieron mucho antes del amanecer y disfrutaron de una bellísima luna. Pasearon debajo de altos tilos y en medio de la arquitectura solemne y antiquísima. Brillaba el disco plateado en el cielo y el paseo con tan clara y esplendida noche resultó ameno y atractivo. Habían sido los mejores instantes que pasara desde su establecimiento en España. Y esa caminata había sido más poesía que los versos más perfectos de sus autores predilectos.
      A las doce del día, después de haberse conocido ya mejor, Jacob acompañó a Montserrat a la estación para que tomase el tren. Ahí esperaba un hombre bien parecido y de muy buen trato. Tomó la mano enguantada de la dama y se la besó. Quitóse su abrigo negro y púsoselo en la espalda de su amada. Luego se quitó el sombrero y le dijo a Jacob:
      —Buen hombre, gracias por haberla traído hasta aquí. Soy Ángel López, y es un gusto conocerlo.
      Todo cambió para nuestro joven desde ese instante. Fue el momento de la desilusión multiplicada por cada latido que su corazón había dado por la ilusión de los últimos días. La historia de Wetzlar, el clavario pasional del joven Werther era su propia historia. En Ángel López se reencarnaba Albert Kestner, el amable y solícito Kestner era López. Comenzó a sonar la silbatina del tren y el vagón estaba pronto a partir; entonces la pareja subió y el armatoste comenzó a moverse y a alejarse poco a poco.
      Fuese Jacob de la estación meditabundo y cariacontecido. Sonaban en sus oídos las palabras que le dijera la muchacha al oído pocos minutos antes de marcharse, palabras que el narrador de esta historia ignora. Faltaban solamente unas horas para que llegase la Navidad, y nuestro héroe, en su soledad, comenzaba a verse en el reino sombrío de la locura del que le hablara el sesentón de Murcia, hacía tan poco tiempo. Llegó a su habitación y se sintió demasiado solo como para que algo de alegría hubiera en su interior. No podría hacer nada sino recordar. Púsose a escribir una poesía, y, a medida que escribía, sus versos iban siendo cada vez más desordenados e ininteligibles. Quizá había llegado a amar demasiado; nunca se supo nada con demasiada certeza.
      Desde esa Nochebuena, nadie en España se atreve a reírse de un joven vehemente y prendado.